Pasar la pena

Yo he pasado tantas penas que voy curado de espanto: ya ni pena me da pasar las penas. Para extranjeros y desarraigados: “pasar una pena”, en cubano, no significa el luto por la pérdida de alguien, sino la vergüenza inmediata que se siente tras una metida de pata.

Hoy venía por la calle y creí ver a María Antonieta Colunga, amiga y periodista, flaca y….confundible. Siempre que la veo le camino detrás, despacito, y le silvo sensualmente como si fuera un admirador callejero ocasional, y le digo: “mami… pttsss, oye, mami… pttsss”, poniendo voz de admirador callejero ocasional, para ver si “muerde” (osea, se da la vuelta con risita incluida) y luego darle cuero….

Pero María Antonieta nunca muerde; ya hasta sabe siempre que soy yo el jodedor. Esta mañana, raramente, la joven flaca se dio la vuelta, ¡pero no era María…!; y me ha mirado con la cara normal con que una camagüeyana refinada mira a un tipo barbudo con pinta de camionero en sequía que le dice: “mami… pttsss, oye, mami… pttsss”.

Luego la disculpa formal: “mira niña, me confundí, perdón”. No me respondió… ¡qué coño iba a decir…!. Pensándolo bien la chiquita podía haberme sonreído,… pero bueno es que hace tremendo calor, hay cólera, dengue, chikunguya, bloqueo genocida… y un poco también que estoy feo cantidad…

No es la primera pena de ese tipo que paso. Desde niño vengo acostumbrándome. Una vez confundí al Director de una obra de teatro con el CVP (vigilante nocturno) de la instalación. La obra era sobre una cárcel y el tipo, además de dirigir, actuaba, y como lo vi con uniforme (de noche) le pregunté que cómo él iba a ser CVP y no saber la ubicación del baño.

En preescolar tuve que recitar una poesía en público. Decía así: Primero de Enero/ Cantó el sol y cantó el cielo/ Cantó la palma y el mar/ Cantaron hombres y niños/ ¡Y cantó la libertad! Subí a la tarima muy seguro, pero al ver la pila de gente debajo me quedé en blanco en la segunda línea. Intenté empezar de nuevo, dos veces, pero no hubo forma, y la maestra me bajó con los ojos aguados y rojo como un tomate. Desde entonces le cogí una aversión del carajo a las consignas, cosa que, por suerte, no he logrado superar.

Recuerdo igual las penas del preuniversitario. Un par de socios cabrones me contaron que tal jebita estaba muy pero muy muertísima conmigo: se pasaron días dándome cuerda, hasta que me lo creí completo y salí dispuesto a bajarle muela (declararme). Y luego lo normal: ¡calabaza (negativa) de antología! Todavía hoy la veo en la calle y me da vergüenza; no porque me haya dado calabaza (mis calabazas me enorgullecen…) sino porque le entré sugestionado con la historia del “mira, yo sé que tú estás pa’ mí…” etc…

En otra ocasión una compañera de clases que tenía manchas blancas en la piel, a causa de una enfermedad, estaba recostada en una pared pintada con cal, y yo, acostumbrado a que la cal pinta, intenté limpiarle una de esas manchas.

Ahora me sucede a cada rato que saludo a alguien y me “dejan colgado” (no me responden el saludo) presumiblemente porque no me ven, o por culpa del calor, el cólera, el dengue, el chikunguya o el bloqueo genocida. Pero nunca me da vergüenza porque pienso que es peor no saludar y quedar luego de antipático. Además tengo entendido que lo mismo le pasa a todo el mundo, ¿no?.