Regreso a Camagüey

Uno se va por un tiempo (muy poco tiempo) y cuando regresa espera encontrarse una ciudad diferente. No sé por qué, pero uno espera eso.

Sin embargo Camagüey es fiel a su rutina. Le importa un bledo que alguien se vaya o regrese. A fines de junio, invariablemente, hay lluvias, calor, ambiente de carnaval y exceso de mangos. Si algo cambió en el cuadro urbano es que ahora hay aguacates. No recuerdo muchos junios con aguacates.

De camino al trabajo he notado que me falta un amigo a las 7:15 de la mañana en la parada de la guagua: se marchó a la capital. Muy pronto me faltará otro, que se irá más lejos. Entonces bendigo el Nauta y rezo para que no colapse. Ahorita va a dejar de ser exageración de cubano aquello de que uno tiene más amigos lejos que cerca.

El Internet y la malanga se mantienen a 4.50, la hora y la libra, CUC y MN, respectivamente.

En el barrio el mundial de fútbol pinta con tintas caseras los rostros de los socios, y entre los gritos del gol y la cerveza de termo me preguntan cómo es el primer mundo, qué se siente volar en un avión, cuál es el precio de la comida, de la ropa, el salario promedio, y las dinámicas del transporte público. También preguntan que si yo soy comemierda… ¿No había por allá una jebita que se empatara conmigo, o una pincha, aunque fuera de basurero…?.

Les cuento que vi un mendigo, y que el tipo me pidió limosna: primero en francés y le dije que no entendía; luego en inglés y le repetí que no entendía. Cuando me la pidió en español ya tuve que confesarle que posiblemente él tuviera más dinero en el bolsillo que yo… “Pero viste asere, ¡afuera hasta los mendigos saben idiomas!”, me dice uno.

Es tan fuerte la representación del mundo exterior perfecto y del mundo interior jodido, que pasarán los siglos (… o los milenios), Cuba será un país desarrollado (¿será…?), y los socios de los barrios seguirán pensando que la solución es irse a vivir a otra parte, o esperar la ocurrencia de algún milagro que los saque del letargo.