Añorando el Apagón

Se va la luz, la corriente eléctrica. Llamo y dicen los de la Planta que es “un disparo”, lo cual no tiene que ver con armas de fuego, sino con cortocircuitos y mecanismos de protección de las líneas, viejas y remendadas a más no poder.

Siempre que caen 4 gotas de agua algo eléctrico salta y termino pagando yo, como si no pagara ya suficiente por mi consumo mensual: se me atrasa el potaje en la olla reina, se me pasma el arroz blanco en la arrocera, y me pierdo un pedazo de la Mesa Redonda que habla sobre las transformaciones en la empresa estatal socialista.

La UNE (Unión Eléctrica) es una empresa estatal socialista: tiene estructura, objeto social, personalidad jurídica, y una mujer al teléfono que te informa que hay “un disparo”, y que tienes que esperar. ¿Pero cuánto tiempo más o menos, compañera…?. – ¡Ay, mi vida, yo no sé, es un disparo, eso no debe demorar…!

En efecto, no demora. Colgando yo llegando ella, la luz. Las ollas reanudan su cocción y la Mesa Redonda sigue hablando de la empresa, el incremento productivo, la correlación, y resoluciones que entran en vigor. Ojalá entrara en vigor una que obligue a los vendedores del agro a bajarle el precio a la libra de malanga. Porque siguen entrando cosas en vigor y es como si se soplara helio en la tablilla de los precios.

Entonces pienso que ya nada es como antes, ni el puñetero apagón. Yo le debo tanto a los apagones, pero tanto, que ahora me preocupa que mi hijo no vaya a conocerlos en todo su esplendor, como los conoció mi generación por allá por los años 90.

En el portal de la casa nos acostábamos bocarriba, mi hermano y yo, y escuchábamos a los vecinos hablar toda clase de asuntos por horas y horas. Era como estar en una convención de inteligentes sin corbata. Cuando hacía calor, toda la energía pasaba de los brazos a las pencas y se convertía en viento, pero cuando el tiempo era fresco, el cerebro encontraba formas de escapar de los silencios de la noche.

El apagón me enseñó a identificar las constelaciones estelares: Casiopea, Pléyades, Orión, Osa Mayor. Me enseñó la canción de moda: “Hay valor, en los ojos de quien lucha por amor, y entrega su corazón…”. La canción de antes: “(…) son las mismas que alumbraron, con su pálido reflejo, hondas horas de dolor…”.

Me enseñó también— y varias veces…—, la tabla de multiplicación del 7. Luego los números romanos, los cuentos de Pepito, historias populares de terror. Nos contábamos películas enteras, hasta las que tenían 3 partes: recuerdo que me aburría mucho el “y entonces… y entonces…, y entonces….”, que servía de muletilla para hilvanar las escenas.

Los ingenieros del barrio igual desarrollaron sus neuronas porque se hablaba de la innovación industrial: cómo fabricar el jabón en el hogar, cómo hacer zapatos fuertes de tela, suelas de recámaras de camión, cómo saborizar las comidas o acelerar el proceso de maduración de los platanitos verdes. ¡No aprendí el alfabeto cirílico porque había que mirar un álbum de sellos soviéticos, y para eso sí hacía falta luz!

Uno de estos ingenieros inventó un artefacto que facilitaba la confección del cigarro, a partir de cabos de otros cigarros, una tabla, un rodillo de madera y papel cebolla. Luego le dio un infarto y dejó de fumar.

En aquella época tampoco teníamos Internet, pero teníamos apagones instructivos. Y ahora ni lo uno ni lo otro. Los apagones modernos son muy cortos, esporádicos disparos mojados: no duran siquiera lo que dura una Mesa Redonda sobre la empresa estatal socialista.

Ya no dan tiempo a que uno se acueste bocarriba en el portal de la casa, a aprenderse la vida de verdad con los vecinos más listos.