De compras…

Todo el mundo sabe que en Cuba se vende de todo: desde un repuesto para bolígrafos y un auto nuevo pero viejo al precio de Lamborghini último modelo, hasta un hueso humano del cementerio para usos brujeriles. Sin embargo, y parejo a la vendedera, tenemos también un sello particular respecto al acto de comprar.

El cubano promedio, honrado, familiar y franco, que tiene poco dinero, o ninguno, no sabe regatear…; le da pena y miedo, y se le tranca el impulso innato ante la más burda estratagema de un bisoño vendedor.

En honor a la verdad, hasta hace poco la habilidad del regateo era bastante inútil en el escenario comercial de este país: a los dependientes de instalaciones estatales (que eran casi todas) les daba lo mismo que uno comprara o que el producto se pudriera en el almacén. Pero con la entrada al juego del dependiente cuentapropista, la cooperativa urbana, y la revelación de la competencia comercial, la gente se ha visto obligada a pasar más trabajo para vender, y el comprador ha descubierto que de vez en cuando se pueden forcejear unos pesitos.

La mayoría de las veces no se puede regatear nada: los vendedores de comida, por ejemplo, se ponen de acuerdo al estilo del feudalismo y no compiten entre ellos, de manera que siempre se jode el cliente, que debe contentarse con escoger el tomate menos maltrecho del agromercado. Por otra parte, el regateo gana terreno en el comercio de ropas y equipos electrónicos importados, que aunque está prohibido para cuentapropistas, persiste en un estado de ilegalidad de trastienda que afecta más al cliente que al vendedor.

Igual hasta hace unos meses se compraban aquí derechos; sobre todo el derecho a adquirir un carro, y el derecho a una cuenta de Internet a través de la identidad de un ciudadano extranjero. Ahora los nacionales podemos hacer ambas cosas sin necesidad de la mediación de nadie, excepto algunos camiones de dinero… El derecho a pasar delante en las colas y a tener prioridad para determinados trámites se sigue comprando acaso con mayor popularidad que antes.

Adaptados ya a las colas infinitas— con todo el peso antropológico que implica la adaptación animal—, se da el caso que uno llega a la tienda y ve el tumulto, y pide el último sin saber qué rayos están vendiendo, porque sabe que sacaron algo bueno o barato. Luego no importa si lo necesitas, o si te cuadra el color o el modelo, solo importa que es barato y por tanto, hay que comprarlo “por si las moscas…”. Entonces he visto amas de casa que no tienen aún el plato fuerte de la comida en la nevera, pero sí una provisión de “moños de vieja” (estropajos para fregar) como para diez años de guerra guardados en el aparador… porque dio la casualidad que sacaron esa semana, rebajados, y lógicamente había que aprovechar…

A mí me pasó días atrás…: compré en el mercado 5 potes de pasta de bocadito “con esencia ligera de agua de camarón”, porque eran baratos, a 5 pesos cada uno, sin percatarme de que caducaban 3 días después. Conclusión: tuve que botar la mitad por glotón y por inculto comercial.

Yo creo que a los cubanos mayores nos falta la parte del cerebro que se encarga de saber comprar. Nunca aprendimos; crecimos con ese sentido atrofiado por culpa de la gastronomía estatal y de las ineficiencias empresariales que estimulan cualquier cosa menos nuestra autoestima como clientes con derechos y poderes. Tanto es así que ahora, cuando recibimos un trato normal y decoroso en alguna paladar o peluquería— nada especial, solo lo que corresponde—, creemos que aquello es la octava maravilla del mundo moderno.

Por suerte las más nuevas generaciones ya asumen las habilidades comerciales como una parte importante de su desarrollo espiritual, y le prestan al asunto la atención que merece. Cada vez más los veinteañeros incluyen “el negocio” y “la lucha”, en sus proyectos de vida, lo cual, a mi juicio, es bueno si no se impone sobre las ganas de superarse hasta donde el intelecto les permita, pero muy malo si se convierte en el eje rector de todas sus decisiones. No obstante, juzgar el tema se hace difícil si consideramos que muchos de ellos se sienten responsables por sus propias manutenciones, y en algunos casos hasta por las de sus familias.

Otro mercado singular lo protagoniza aquí un grupo de tipos cobrizos de tanto sol, que recorren a pie las calles de las ciudades, anunciando la compra de cualquier pedacito de oro, cajas de relojes, botellas y pomitos de perfume vacíos, condecoraciones militares e identificaciones de policías y bomberos de antes de 1960, tarecos antiguos en general, colchones viejos, y monedas circulantes de euros, dólares, y dólares canadienses.