Inauguran en Camagüey un «Museo de la Carne»

Como parte de los nuevos establecimientos que el gobierno ha construido o remodelado en honor a los 500 años de esta urbe, hay que destacar, por su impacto o su quéseyo, la carnicería La Palma, conocida ya por muchos ciudadanos aquí como el Museo de la Carne.

Ubicada en la populosa y ahora peatonal calle República, esta anomalía comercial consagra sus esfuerzos hacia la venta liberada de alimentos de origen animal como quesos, embutidos, carnes, pescados y yogures, a precios prohibitivos para el bolsillo de todo el que no sea millonario.

Sin embargo, la novedad del suceso no radica en sus precios espantapueblo. A este respecto ya tenemos a ETECSA, que al parecer no pretende cederle notoriedad a nadie. Radica en que nunca antes un camagüeyano de menos de 27 años de edad había podido observar, sin necesidad de ver una película, la hermosura culinaria de una anaranjada langosta en una nevera de tienda estatal. De vez en cuando sí se vieron, sin que por ello ahora sorprenda menos, algunos bisteces de res y chorizos fácilmente diferenciables de una ristra de croquetas grandes.

Mi generación en sentido general conoce que hay un marisco con cuerpo cilíndrico y sabor espectacular, pero al pensar en él más nos viene a la mente la palabra lobster que la palabara langosta. La culpa de esto la tiene una programación cinematográfica hollywoodense, y ya se dan pasos para resolver el problema a través de la trasmisión de más películas de Bollywood, que no entran en contradicción con nuestra cultura sobre la carne vacuna.

Algunos jóvenes no creen en la langosta; y yo creo que están en su derecho legítimo, no se les puede acusar por tanto de incrédulos o ignorantes: yo mismo he visto más evidencias científicas de la existencia del monstruo del lago Ness y de Zúnacua o Big Foot que de la existencia de langostas reales.

Pero volviendo al Museo, la gente entra y sonríe, o abren los ojos y dicen ¡Wao! al ver la variedad de colores, de formas fibrosas y posibles sabores, pero la risa se les tranca de cuajo cuando la pizarra de precios devuelve una risa diferente, deshumanizada, más antipática acaso que la de un fumador antiguo y pesado retozando en su propio chiste.

Además de langostas, la tienda exhibe un pescado de mar no identificado aún por este bloguero de menos de 40 cm de largo y cubierto por escamas como las que no tienen las clarias cuyo fósil será encontrado en esa misma nevera por alguna raza alienígena interesada en estudiar los restos de la civilización humana dentro de 30 000 años. Una virtud del lugar es que han dispuesto muy buena potencia de congelación, suficiente para preservar los alimentos por décadas si fuera necesario.

Entre las versiones que maneja el populi ahora mismo está que esa tienda sirve para que los dueños de paladares, restaurantes y casas de renta puedan justificar la oferta de estos manjares, pero el argumento me parece difícil de demostrar objetivamente: un enchilado de camarones en una paladar no cuesta lo que cuesta en el Museo una libra del producto crudo; y además, como siempre hay lectores pretendiendo periodismos serios y datos fácticos, prefiero no especular y lo declararé puro subjetivismo.

El chiste de Museo de la Carne surgió dentro de los sectores intelectuales de la sociedad camagüeyana, y apoya su contenido en que el visitante bien puede entrar en el recinto, observar y admirar la belleza de las reliquias, disciplinadamente, con la manos descansando en cruz sobre ambas nalgas, y luego es libre de llevar un souvenir, si es que ha cobrado en la semana previa a su visita: un paquetico de salchichas o de picadillo de pollo condimentado por un costo inferior a los 2 CUC puede ser una elección adecuada.

El chiste de Museo de la Carne ha tenido una repercusión y aceptación tales que es de esperar que en los próximos meses los administradores de la unidad lo adopten oficialmente para dar muestras de estar a la altura de los nuevos tiempos, no solo en el orden comercial, sino también en el de la libertad de la genta en escoger un nombre verdadero para los establecimientos que, según me explicaron una vez, nos pertenecen a todos.