De la polémica como injuria y como razonamiento
El honrado da honra, porque la tiene; el infame infamia, porque no carece de ella. Quevedo
Un Artículo de Gastón Baquero* (Tomado de Espacio laical)
Entre las muchas cosas que van perdidas con el siglo, está el ejercicio de la polémica. Ya no se concibe el contrapunto de las ideas, el diálogo, el análisis de unas tesis. Parece que todavía hacia finales del siglo pasado, nuestro medio podía servir de escenario a muy fecundas discusiones. Era la época de los grandes discursos, de las argumentaciones detalladas, y era la época en que los contendientes, las partes de una polémica cualquiera, consideraban deber primordial guardar ciertas formas. Discutíanse las ideas, las opiniones, procurándose dejar a un lado los insultos y la creencia de que llamándole tuerto al Tasso se le destruye el valor de su poesía.
Todo eso pasó. Ahora no hay interés en razonar. Aun los que creen en ciertas cosas, a la hora de defenderlas ante otros, no aciertan o no saben argumentar, sino que la emprenden a injuria pura contra el poseedor de otra creencia. Es inútil entregarse al análisis de un asunto cualquiera; es inútil mantener la argumentación fuera de las alusiones personales. Cuando llega la respuesta,
el del pensamiento distinto se ha convertido en feroz enemigo personal.
No le importa dejar intacto el tema, no le interesa el juicio de quienes comparen un trabajo con el otro. La pasión, la ceguera, el odio a la inteligencia, le lleva a destruir, o a intentar destruir al enemigo, cambiando las razones por cañonazos. El público lector, por su parte, como es natural, llama buena polémica a la que arroje un saldo mayor de injurias reciprocas. Antes decían polemista al que sabía defender con argumentos sólidos, con tenacidad, con fuerza incontenible, una tesis: ahora es polemista el que dice más improperios al contrincante. Si la injuria llega al hogar, a lo íntimo, mejor, entonces es un valiente polemista. Si se hace amago de enviar padrinos, la gente se frota las manos regocijadas.
Hay como un hambre de destrucción, de brutalidad, de fiereza. En las ideas nadie para mientes. Las palabras por las palabras mismas, los vocablos gruesos por sí, son el imán del público. En cuanto resuena en el aire el primer rugido que anuncia el comienzo de un duelo, ocupan sus balcones los más, y se dedican a llevar y a traer de un lado a otro con ánimo de que no se vaya a perder el entusiasmo. Todos somos un poco culpables, y quien esto escribe ha sido protagonista más de una vez de polémicas que eran más bien duelos de hampones. En lo de injuriar, como en lo de ser injuriados, no nos hemos quedado cortos, y a quien nos llamara esclavo respondimos hiena, a quien chimpancé, presidiario, etc., etc. En punto a grosería, no nos ha faltado nada por recibir ni nos ha quedado nada por dar.
¿Es justo esto? ¿Debe conducirse así un escritor público, un periodista? Nos parece que no; que se está comenzando por faltar a un elemental respeto a los lectores y a uno mismo cuando, o bien responde a la injuria con injuria, o bien inaugura el maltrato al adversario. No es por falta de valor personal, ni aún por falta de cierto gusto plebeyo en decir palabras fuertes, sino por un remordimiento que no podemos seguir ocultándonos, por lo que venimos a proponernos a nosotros mismos no reincidir en la brutal e incivilizada práctica de cubrir de improperios a quien no piensa como nosotros o a quien haya tenido la ocurrencia de injuriarnos en lugar de razonarnos en contra.
El primer paso de esta actitud que nos proponemos adoptar ocurra lo que ocurra, ha consistido en destruir un artículo que bajo el título Lectura para una hiena teníamos redactado como respuesta a una paginilla leprosa que cierta señora nos dedicó con motivo de nuestro articulo por la muerte de Luis Felipe Rodríguez.
Lo que esa respetable dama dijo que nosotros decíamos era tan indignante que sólo a trompeta desplegada podía hacérsele entender lo que quisimos decir y lo que quedó dicho en el artículo. Un afán tras otro, un tema más urgente tras otro, fueron demorando la publicación de la lectura para una hiena. En esto, nos llegó, sobre el mismo tema del artículo nuestro sobre Luis Felipe Rodríguez, una carta de Emeterio Santovenia. Aquella carta, tan noble, tan decente, tan elevada, sirvió, entre otras cosas, para borrarnos la indignación. Cada uno escribe como lo que es y las palabras dichas por Santovenia en su carta nos trajeron a la memoria esa frase de Quevedo que está aquí en lo alto de estas líneas: El honrado da honra, porque la tiene; el infame infamia, porque no carece de ella. Esta es, en verdad, la teoría del improperio que buscaba Ortega con tantas vueltas en Pío Baroja. No hay más: cada uno da de sí lo que lleva dentro, y fue el mismo Quevedo quien, en diálogo con Séneca, dijo que Los buenos de nadie piensan mal. Lo malos de nadie piensan bien. Quien piensa de otro mal, muestra que él es malo, y que desea que sea malo el otro. Quien piensa de otro mal, antes quiere hacer malo a quien no lo es, que hacer bueno al malo. No hay cosa más fácil que pensar mal de otro, ni más vil.
¿Qué mejor guía para la mesa de un escritor cubano de esta hora? Cierto que don Francisco, en punto a decir injurias y calumnias y horrores de sus enemigos o de sus simples colegas no tiene igual en la larga lista de grandes lenguaraces que nos ofrece la literatura castellana. Pero si da un consejo tan bueno a la vera de Séneca, ¿por qué no tomar el consejo y pensar que esto era lo que creía en el fondo de su alma? La época, de mucha enemistad, le llevó a combates de improperios. Pero si ha quedado en el altísimo punto de la historia donde ahora se encuentra, no ha sido a título de injuriador, sino por sus grandes obras de imaginación o por sus grandes obras de religiosidad. Y, sobre todo, Quevedo podía darse el lujo de tomarse de cuando en cuando desahogos biliares de esos porque entre los paréntesis de una rabieta metía algún soneto primoroso o alguna obra impar en la literatura castellana. Pero el peligro grandísimo de lo que ahora ocurre entre nosotros está en que los mejores talentos se están perdiendo por la servidumbre al improperio, al chisme, a la tontería. Cuando se escribe la Política de Dios se puede llamar cucaracha a quien nos parezca tal, pero cuando sólo se sabe llamar cucaracha al semejante, hay que ponerse frenos en la lengua y buscar nuevos caminos a la expresión y al trabajo.
El propósito queda hecho. Contribuir un poco a limpiar, a iluminar, a hacerles caminos a las ideas y no a los improperios, es un deber al que ya somos a faltar con excesiva reiteración. Por respeto a los lectores, hay que buscar otra cosa, mantener el tono en alto, desdeñar las tentaciones de las alimañas que quieren convertir al universo en alimaña. Veremos si en la práctica, en los días por venir, cumplimos o no con esta exigencia imperiosa de nuestra profesión y de nuestro deber.
*GASTÓN BAQUERO (Banes, Oriente, 1914 Madrid, 1997). Poeta, periodista y ensayista. Formó parte del Grupo Orígenes, llegó a ser jefe de redacción del Diario de la Marina y obtuvo varios premios periodísticos, entre ellos el Justo de Lara. Antes de abandonar definitivamente su país en 1959 publicó los cuadernos Poemas (1942) y Saúl sobre su espada (1947). En España, donde se estableció, publicó además el volumen de versos Magias e invenciones (1984) y el libro de ensayos Indios, blancos y negros en el caldero de América (1991), entre otras obras. El presente artículo lo dio a conocer en su sección Panorama, del Diario de la Marina, correspondiente al 18 de septiembre de 1947, página 4.
Teresa I.MERINO (@LosHacedores) 4:43 pm el 27/10/2013 Enlace permanente |
LIBERTAD, DEMOCRACIA, PARA LOS CUBANOS.
José Collantes 1:24 am el 28/10/2013 Enlace permanente |
Interesantísimo el artículo, muchos deben ponerlos en práctica.
Pensé de repente que era de tu autoria alejo3399 o es de Gastón Baquero (1914-1997) de todas formas gracias por haberlo publicado.