Camagüeystation

Un síntoma inequívoco de que ya no eres tan joven, y del cambio cultural que atropella tus recuerdos para instalar nuevas versiones, es cuando comienzas a notar que los niños de tu barrio gastan sus vacaciones en actividades notablemente distintas a las que entretuvieron a tu generación 15 años atrás.

Así, el intelectual cubano José Zacarías Tallet se quejó alguna vez de la extinción de los juegos de su infancia como el chucho escondido, en el que un niño del grupo ocultaban un tareco cualquiera y luego, el que lo encontrara, tenía la oportunidad de esconderlo mejor. Aunque la infancia de Zacarías Tallet estuvo separada de la mía por cerca de 70 años, el chucho escondido sobrevivió: la interminable serie de esconde y encuentra se acababa ya vieja la noche; los padres mandaban a dormir a todo el mundo casi siempre cuando sonaba la canción del final de la telenovela de turno.

A parte del chucho escondido, mi infancia de Período Especial estuvo signada por el topao, el pon, el trompo, bolas, papalotes y otras diversiones que implicaban siempre alguna cabeza partida o las rodillas de alguien repelladas contra el cemento de la acera. Hubo asimismo una furia discreta de juegos electrónicos a la que no estuve ajeno. Mi generación nació en algún momento posterior a la edad analógica, pero la analogía seguía siendo la norma, y para muchos hasta la novedad.

Eran tiempos de miseria y de avidez por todo lo que sonara a tecnología: el video VHS del barrio estaba en la calle 2, y costaba 3 pesos por persona entrar a ver una película como Corazón de León, en la que Jean Claude se faja con muchos guapos más grandes que él, y al final, ya casi muerto, recuerda al hermano asesinado y saca fuerzas del guión y gana; no se podía formar molote en el portal de la casa porque aquello era ilegal de punta a cabo.

En el centro de la ciudad existía un lugar al que llamaban La Popular, donde habían instalado máquinas de jugos electrónicos que eran la primicia del momento. Todo el mundo hablaba de ellas en las escuelas: eran baratas y los que iban contaban experiencias y sensaciones desconocidas, relacionadas con la velocidad, la vista y la adrenalina. Yo nunca fui, pero sé que los equipos duraron algunos meses, hasta que se rompieron completos por primera y única vez, y allí mismo se acabó la fiesta. La Popular, que otrora fuera la gran noticia de año en Camagüey y primer acercamiento genuinamente popular al mundo en píxeles, sería convertida sin compasión en una aburrida Casa de Cultura.

Ahora veo en el barrio como cinco o seis niños se arriman al lado del que tiene un PSP (Play Station Portable), un DS (¿?), o un Game Boy, y se divierten solo con mirar como el otro va pasando cada uno de los niveles. Recuerdo entonces la novedad de mi infancia: el Nintendo. El que tuviera uno definitivamente era un niño con dinero, el afortunado, que por lo general era malísimo jugando bolas porque no lo dejaban agacharse en el polvo.

Pero lo más frecuente no era eso, sino el adulto con Nintendo, que encargaba el equipo con sus familiares de afuera, a modo de inversión, para alquilarlo aquí adentro por horas y por minutos. 10 minutos de Nintendo (en la sala de la casa del dueño) costaba 2 pesos MN, y llevarlo una hora hasta tu hogar, con tres casetes de juegos, costaba 20 pesos MN. Yo siempre jugué en casa del dueño. Para llevarlo a la tuya debías tener un televisor moderno, o sea, que el Krim-218 y el Caribe no enganchaban con los inventos capitalistas.

En casa del dueño, los niños más diestros se burlaban de aquellos que siempre perdían porque, obviamente, el entrenamiento de unos era menor que el de otros, y como se formaban colas para utilizar el aparato, los de atrás querían que los jugadores perdieran lo más pronto posible. Cuando se acababan los 10 minutos contratados, con precisión de Radio Reloj, los niños de atrás eran los primeros en ir a buscar a la señora que administraba el equipo para que hiciera el cambio de turno, de modo que no había regalías de tiempo posibles, a no ser en el caso raro en que no hubiese nadie esperando y la señora estuviera de buena vena.

Se jugaba Mario, el videojuego más pesado del mundo, Mortal Combat, que era más animado porque intervenían personajes menos sonsos y había que matarcosa que también determinaba el éxito de los protagonistas de las películas de patadas, y uno llamado Killer Instint, del mismo corte que el anterior. Nosotros jugamos todo aquello y hasta donde sé, nadie terminó convirtiéndose asesino en serie aunque algunos sí nunca superaron el vicio de la simulación y ahora son nerds a lo cubano cuya labor principal en la vida es mantener bien engrasada la red inalámbrica del vecindario para seguir primeros en la liga de World of Warcraft.

No importa que Granma diga que la tecnología imbeciliza y nos vuelve esclavos encadenados a un ordenador. Ahora las vacaciones son mucho más divertidas que antes: no hay casi apagones y muchos niños tienen computadoras en sus casas, que por antiguas que sean siempre se dejan instalar algún jueguito rompe-el-mouse como Plantas v/s Zombis, Zuma, o las mil versiones del Detective, lo cual, aparte de recreación, garantiza rentabilidad a la industria de fabricación de ventiladores…