Policías

Siempre que luchan la KGB contra la CIA,

gana al final la policía.

Joaquín Sabina

A mí no me gustan los policías, ni siquiera los que van vestidos mitad uniforme mitad civil De chiquito prefería el bando ladrón y no hubo Dios ni abuela persuasiva que me obligara a darles la mano durante los paseos del carnaval popular. Siento el feo por los buenos, que seguramente serán muchos, pero no hay manera de que me caigan bien como grupo.

Una vez fui detenido por la policía ferroviaria de Camagüey mientras intentaba colarme de polizón en un tren camino a Santiago. Yo iba a estudiar y ellos insistieron en que no importaba, que sin pasaje no podía, y en clarísima sugerencia de alternativa me señalaron por una ventana al tipo que revendía pasajes a 120 pesos en las afueras de la terminal. Por la misma ventana observé cómo otros viajeros pasaban al andén tras brincar una cerca podrida frente a la vista gorda de un policía de aquellos. Como no tenía 120 pesos el tren se marchó sin mí, y solo entonces me dejaron salir de la oficina.

Lo más cercano que estuve de tener un socio policía fue cuando Mengano se fue de misión a la capital del país, pero pronto lo regresaron con baja deshonrosa por no poder resistirse a la tentación de templarse una jinetera. Luego me contó que la muchacha estaba muy buena, que cuando la de abajo se calienta la de arriba no piensa, y otros detalles menos púdicos.

Tengo asimismo otro socio que estuvo preso por entrarle a trompones a un agente del orden público. Cuatro años de privación de libertad no cambiaron su versión de que él ni es guapo ni ocho cuartos pero no pudo hacer otra cosa. Si ustedes lo vieran como yo, muchos años atrás, gordito y peinado al lado, cantando canciones infantiles en el patio de la escuela donde estudiamos, sabrían que su versión no puede andar muy distante de la verdad.

Los policías se comunican por walkies talkies en códigos que dan risa, y sufren de delirios de grandeza aunque no sepan articular correctamente las palabras de su lengua natal. Las mujeres policías, por otra parte, no resaltan por su belleza sino todo lo contrario: siempre me pregunto por qué, y descarto aquello de la predisposición porque he triangulado criterios con saldo favorable al mío.

Cuando se forma una bronca en el centro de la ciudad los agentes aparecen al instante con sus caras de resuelvelotodo, pero cuando la bronca es en un barrio conflictivo tardan horas en llegar. Y si el asunto es de robo te traen al perro lobo, que siempre es medio bobo, y nunca encuentra na

En Cuba la gente decente le tiene miedo a los policías: los ven más como barreras, como moles estorbantes, que como aquellos facilitadores de la vida ciudadana que sonríen en los libros de lectura de primero a sexto grados. Cuando nos paran los del tránsito uno sabe que no va a recibir un trato respetuoso, ni una charla de vialidad, sino una multa bruta, una que encabrona y no educa. Solo los enfrentan con manoteo incluido los delincuentes y guapos que ya están acostumbrados a chacalear a la ley y saben exactamente hasta dónde pueden llegar.

Igual hay quien se aposta a unas cuadras de la ubicación del caballito del tránsito solo para fastidiarle la cacería de infractores, avisando a los ciclistas que deben poner pie en tierra en la próxima esquina.

Aun cuando los policías son tan cubanos como cualquiera, cuando la mayoría de ellos se cocinan en el vapor colectivo, algunos conductores de carros particulares nunca les dan botella en las carreteras cosa que sí hacen otros, a veces por solidaridad sincera, y a veces por pura guataquería, esperando acaso que el hombre los recuerde y los libre de alguna multa futura.

Otra vez recuperé mi bicicleta luego de un asalto gracias a un policía bueno que, sin estar de servicio, corrió detrás de los ladrones y los capturó, y los protegió de la ira de la multitud aglutinada alrededor de mis golpes. Esa versión se anuló, sin embargo, algunos meses después cuando lo vi, al mismo policía bueno, custodiar un acto de desalojo (o extracción en lenguaje oficial) que por justificado que estuviera siempre te deja la impresión del abuso y la injusticia, pues involucra a mujeres pobres que lloran y a hombre impotente que arrastra muebles viejos para una acera.

Me pregunto entonces si todo el mundo tendrá una idea similar, o si va a ser lo mío una fobia sui géneris a los uniformes tengan estrellitas o no , generada quizás por los atuendos escolares que siempre me quedaron anchos y me hacían ver como un papalote con patas. De gustarme de verdad solo me gustan los uniformes de azafatas brasileñas y esos porque en las películas siempre se deslizan eróticamente hasta el suelo de los baños de un avión.