Tiempos nuevos y viejos

Nuestra generación de niños de fines de los 80 y principios de los 90 debimos rebobinar las cintas de los cassettes con lapiceros si queríamos escuhar música (una vez llegué a ver en una cordelera de mi barrio una cinta lavada y tendida al sol de Los Bukis); que tuvimos que aprender las tablas de multiplicación y a leer y escribir con una chismosa a veces más lamentable que esta que pongo de ejemplo; que los juguetes ahora son caros… pero antes eran «racionados», y si eras niño y te tocaba una castañuela rosada, o niña y lo que quedaba en almacén era un camión de bomberos, no podías quejarte porque enseguida alguien te recordaba que los niños de la Sierra Maestra no tenían ni siquera eso; que nos pasábamos tiempo esperando a que repartieran algo, con los talonarios guardados en un lugar seguro de la casa. Igual en esos años aún quedaban algunas «delicias antiguas» como la carne soviética prensada, y como el jugo de mango Taoro, cuya latica no era de aluminio y pesaba una tonalada, además de saber a yerro.
Las nuevas generaciones se quejen cuando tienen un falso contacto en el manos libres del teléfono móvil, cuando se les va la electricidad 7 minutos, cuando la mother board o la RAM no les permite correr el clásico «Assesin», cuando deben hacer una cola de 10 personas en un cajero automático, o cuando el refreso Tu-Kola no está todo lo frío que quisieran. Esto es natural, sus problemas son otros pero existen, con tanto derecho válido como los problemas que nos martirizaron a nosotros en otros años. Negarlo es un síntoma de vejez, y no solo de vejez, que ya de por sí es bastante lastimoso, sino de vejez arrogante, de experiencia equivocada y decadencia mental.
Ya lo dijo Heráclito o algún otro barbudo descalzo que ensañaba «el poder de la virtud y la verdad» y otras cosas obvias en la Antigua Grecia: las cosas cambian inevitablemente, lo único imposible es que permanezcan siempre del mismo modo.