Mi camino de Santiago (I)
Aunque dedique toda la vida a cronicar los viajes que he hecho dudo que pueda abarcar siquiera una parte significativa de éstos. No porque sean tantos – que tampoco son pocos, supongo que algo más de 500-, sino por la cantidad de historias que surgen en cada uno, las que se te quedan, que te marcan incluso sin darte cuenta, la gente que se conoce.
Siempre he creído que la principal fuente de conocimiento es el intercambio con tus semejantes: y la gente de viaje cuenta las cosas con altas dosis de detalles, a lo mejor por el aburrimiento de la espera que alarga también el verbo, de modo que también, para mí, de experiencias.
Los domingos por la noche, madrugadas del lunes, fueron durante probablemente 3 años una rutina incómoda en mi vida de estudiante universitario. Luego apareció la Yutong, que también era incómoda, pero no tanto. La Yutong es más cara que el tren: al principio se viajaba fácil en ellas porque la gente no concebía dar 63 pesos para viajar de Camagüey a Santiago de Cuba, más el gasto del almuerzo o la comida; entonces se acostumbró, y a la incomodidad del precio, y la rigidez de los asientos 40, 41, 42, 43, 44 y 45, hubo que sumarle la incomodidad de las colas.
En dos viajes en Yutong leí lo que fue en su tiempo la última novela de Vargas Llosa, “Las travesuras de la niña mala” o algo así: tremenda mierda que me pareció, quizás porque tenía aún el sabor de “La casa verde”. Leer en la guagua es casi imposible porque hay que sostener el libro en el aire para que no se te pierdan las letras con los cambios de la inercia y los baches.
Una vez la guagua paró en un restaurante que le dicen “Las Clarias”, cerca de Vado del Yeso, entre Bayamo y Las Tunas. El socio y yo traíamos en total 30 pesos, y como es lógico, jamás pensamos que eso alcanzaría para comer nada. Cuando la gente salió limpiándose la boca preguntamos el precio, y cada plato costaba 14 pesos. Nos dieron ganas de reventarnos la cabeza contra un poste: después de esa vez ya no me da pena preguntar el precio de nada aunque me miren atravesado.
Algunas cosas son de obligada referencia en los viajes Camagüey- Santiago y viceversa. Una no la voy a decir porque hay que trillar mucho la idea antes de redactarla. Las otras son: el café colado de la terminal de Bayamo, más royo que película, la terminal de Las Tunas con sus carteles en 5 idiomas – en algunos creo que se olvidó el español-, el loco de Palma Soriano, que religiosamente subía gritando “¡atiendan pa´cá to´l mundo que tengo una información impoltante!: traigo caramelos, peter de chocolate, libreticas, soibeto….”. y la cara de la gente en la carretera, abanicando billetes. Yo pensaba: con todo ese dinero me voy normal, por la lista, pero no, era la costumbre de estar en la cuneta cogiendo sol o sereno, pisando yerbas y llenándose el pullover de humo. También las frituras de maíz de Contramaestre, que aparecían y desaparecían por temporadas.
Para terminar con la lata de las guaguas, recuerdaré una sátira que publicó en el UniversitariO mi amigo JAFES- el mismo de la “no comida” en Las Clarias-, sobre la Yutong, que se titulaba “La Yutong me la ha puesto en china” y comenzaba así: El gigante azul de la carretera… tao tao tao. Bueno el tema es que un estudiante de ingeniería aplicó la ley del jurado de concursos y solo leyó el comienzo, luego apartó el boletín y dijo con asco: – Anda coño, de nuevo con la cantaleta de Industriales Campeón…En Santiago la pelota es religión popular, y cualquiera se gana una mala cara, en el mejor de los casos, por irle al equipo equivocado.
En la próxima entrada quiero hablar de Masinyer, el titán de hierro, la cosa, el tren. A ver si el chillido de los frenos no afectó tanto mi memoria.
Responder