Gente de Grupo

¡¿Cómo no voy a acordarme del Grupo?! Todos eran personajes prediseñados como imágenes de Windows. Cuando aquella partida de gente amable se amontonaba, hacían de cada reunión una fiesta de disfraces como para cuartearse uno el estómago de la risa.

Primero estaba la Gorda. ¡oh… la Gorda! Pobre del grupo que no tuviera al menos una Gorda. Aquella se caía de la cama por los cuatro costados: “¡Cara de globo, cuerpo de vaca, so recontra gorda!”, le decíamos de cariño. Y el día en que de momento bajó de peso fue porque un dolor profundo se apoderó de su interior. Y por supuesto que me refiero a un dolor espiritual.

Me acuerdo muy bien del Torpe, a quien también llamábamos cariñosamente el Zanaco, el Guana-gente, o simplemente el Tonto. Un tipo flaco, alto, de espejuelos telescópicos que iba tropezando con cuanto tareco hubiera en el camino; que lo rompía todo nada más de mirarlo. Ah… el Torpe, en el comedor, no resistía la tentación de virarle a uno la bandeja de potaje arriba. Y después te decía tembloroso, con su cara de pobrecito: disculpa asere, que lo que te daban eran ganas de rajarle en dos la cabeza. No, pero todo el mundo lo quería cantidad.

Detrás del Torpe se sentaba el Lindo. Para ese la vida era una película de rubias americanas y su mejor amigo siempre fue el espejo. Nunca le diga usted al Lindo que tiene una espinilla en la nariz: es capaz de arrancarse la cabeza para deshacerse de semejante monstruosidad. El Lindo tenía un zapato viejo donde le iba a salir el cerebro, pero era muy buena persona, en serio.

En la última fila se sentaba el Inteligente. Se las sabía todas. Adoptaba una postura ecuánime, cien mil veces ensayada, y miraba a la gente con una cara de falso idiota que duplicaba su condición, burlándose, desde su altura, sobre todo del Bruto.

El Bruto sí que era una bestia vestida. En la primera fila. Siempre con la boca abierta. El profesor tose, tose, se endereza los espejuelos, anotaba en la libreta. Entendía de último los chistes y se le sobrecalentaba el cerebro con facilidad. Su frase preferida era ¿¡Qué!?…con los ojos desorbitados.

El Apestoso olía a cebolla rancia. Su ropa se sabía de memoria el camino al docente y tenía una taquilla para el solo. Cuando el Apestoso se reía, no sé porqué, se tapaba la boca. A lo mejor tendría complejos. Complejos adolescentes porque en el grupo nadie ironizaba con los defectos de los demás.

La Pesada era un hígado de búfalo con hepatitis. Le decíamos “Pudín de mandarria”, o “pan con arandelas”, de puro cariño. Casi siempre recogía ella la cotización y mandaba a callar por gusto a los demás. Recuerdo su cara, como si respirar le diera asco. No bailaba, no se reía y forraba todas las libretas con calcomanías de ositos Pooh y pajaritos amarillos ¡Cómo lloró la gente el día que la Pesada resbaló y casi se rompe completa!

Uno que vivía molestando a la Pesada era el Bufón. Ese se creía gracioso. Chistes y más chistes y hasta que alguien no se riera no paraba. No se callaba ni de madrugada. Se rascaba dondequiera y a todo el mundo le daba pena andar con él. La gente lo ignoraba, a veces, pero el Bufón era un tipo persistente. Todo un primor, en serio. Recuerdo un plan que hubo para darle candela a su casa, ¡a su barrio completo si era necesario! Otra idea fue embadurnarlo de almíbar y amarrarlo en un poste para que se lo comieran vivo las hormigas. No, pero en el fondo todos lo valorábamos por sus buenos sentimientos.

Recuerdo otros personajes singulares, a quienes también queríamos muchísimo, como el Criticón, la Plástica, y el Proto-Macho, pero esos quedan para otra evocación; otra catarsis de amor y amistad.