Esa gotera es mía

Esa gotera vieja que hay en el pasillo me tiene la vida hecha un talco, pero al final uno hasta le coge cariño. Su frecuencia de goteado no es muy alta, por lo que casi nadie la ha notado –la gente confunde el charco que ella provoca con un fanguero común– pero yo, que tengo la suerte del que se cayó en el pajar y se enterró la aguja en la mismísima córnea del ojo, casi tengo un hueco en el cráneo a causa de la gotera.

De ella he aprendido muchas cosas. Desde la formación y desarrollo de estalagmitas y estalactitas (para bien de mi escasa mentalidad en materia de ciencias naturales) hasta la comprobación empírica de aquella teoría literaria de Julio Cortázar sobre el aplastamiento de las gotas; pasando, por supuesto, por la nunca antes expuesta ley física del resbalón y posterior fractura del coxis.

Mi gotera se llama Soya. Casi me resulta imposible pensar en algo sin evocarla constantemente.

Mi gotera no se acaba nunca, a pesar de que no llueva, a pesar de se vaya el agua una semana completa, a pesar de que los ingenieros hayan ganado cuatro veces el premio anual de de la ANIR (Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadores) intentando eliminarla. Por eso cuando leí de la posible guerra por el control sobre el agua, supe que aquí no tendríamos problemas.

Hasta poemas de amor ha inspirado ya mi gotera: según la extraña sensibilidad de un amigo, tiene ella mucho sentimiento y mucha música en el silencio sordo de las madrugadas.

Pero no sienta usted envidia de mi suerte, ¡qué va!: le aseguro que a todo el mundo, más temprano que tarde, le llega su buena gotera, y al que no, al menos le toca un simpático salidero, una linda tupición, o cualquier otra manifestación de charcos de origen desconocido.

Mi gotera, hermana de otras muchas goteras, es la expresión natural de un edificio cansado que se desmorona, y no para de llorar.