Dos maneras de instalar el arbolito

En casa de Patricia de la Pulcritud de la Fuente las cosas se hacen con orden. A primera ojeada pueden parecer una familia fría- algunos dirían que finos, pero la verdad es yo los veo bastante gordos, que de fino no tienen nada-, pero en el fondo se quieren muchísimo. Y Patricia le explica a su hija como perpetuar la tradición del arbolito. Todo un oficio sofisticado. Un arte mayor.

Primero hay que ir a las tiendas. De allí te llevas primero un árbol bien plástico, el más grande que haya, el que más “más” se vea; mas vea antes que quepa en la casa, no sea que después haya que tumbar la placa de la sala y volverla a construir, lo cual saldría mucho más barato que perder la divertida inversión de mega-arbolito.

Luego comprar muchas bolas rojas, estrellas amarillas, luces verdes y cintas azules, cada cosa en magnitud proporcional al tronco de árbol. Cada año todo debe ser remplazado. El ensamblaje de la pieza, tras seguir al pie de la letra las instrucciones del manual, debe imitar las últimas tendencias europeas e incluir nieve artificial, preferentemente importada.

La ubicación de la obra en una esquina de la casa o en alguna habitación destinada a tal propósito colaborará con la conservación de la misma. De ser posible contratarás un curador de arte contemporáneo, quien finalmente avalará la locación escogida. La instalación será custodiada con recelo por un responsable que designarás, el que no permitirá que se le acerquen niños, perros, gatos, ancianos y otros peligros potenciales. El aire acondicionado deberá trasladarse del cuarto al lugar del arbolito durante la navidad.

En otro punto de la ciudad el asunto tiene otras aristas. Viven siete en la misma casa y la iniciativa parte de los más pequeños. Arrancan para el primer montecito urbano de los alrededores y arrancan el primer trozo de mata coniforme que aparece. No importa que parezca más una vulgar bola de yerba, o una brujería vudú, es su arbolito de navidad.  Y por supuesto que es nuevo cada año.

La decoración es una tarea familiar. A esa hora todo el mundo sabe como se hace, pero todo el mundo se calla cuando la abuela dice: antes esto se hacía así, y todo el mundo le hace caso por tal de que no continúe su exegética disertación sobre el sistema de finanzas y precios de 1944, “cuando un peso era un peso”, porque siempre termina con algún que otro ojo aguado y un nudo en la garganta de alguien.

Tapas de desodorante amarradas con finos alambres de colores, chapas raras de improbadas cervezas con nombres en alemán… o sueco, un zapato de bebé. Todo sirve. Hasta diciembre duró la poliespuma de la caja del televisor: recordar que hace falta nieve.

Nunca hay discusiones por la locación destinada al matojo porque en la sala- comedor- cuarto del más chiquito solo queda espacio encima de la máquina de coser Singer, y allí va por defecto, soltando pelusas todo el día hasta que acaba de secarse ya entrado el mes de enero.

Cuando termina la navidad, el arbolito es una pieza de naturaleza muerta, de inestimable valor artístico: cuánto discurso no habrá detrás de unas ramas secas que dan sombra dentro de casa a maníes en barras de a dos pesos, o una caja de crayolas- esto último es si se ha tenido un buen año-; a “la peonza y el par de calcetines de…”

Tal parece que el venado Rudolph tuvo miedo del matojo, pero da igual: a nadie le hizo falta ni mucho menos.

Como escribió el Gabo en una crónica antológica, el tema es que “ya nadie se acuerda de Dios en navidad”, que la gente olvida que todo el ajetreo, tanto ruido, es por evocar y celebrar a un niño que nació en una pocilga, rodeado de extrema humildad.