Mis tres abuelas

En un abrir y cerrar de ojos me he quedado sin abuelas.

Mima

La primera en irse fue mi bisabuela materna. Mima se llamaba María Rodríguez Borges, su madre era mexicana y su padre “bien, gracias”. Estudió solo hasta el segundo grado, suficiente para que nadie le hiciera un cuento de nada, y para enseñarme con asombrosa efectividad todos los números romanos que conocía. Aún me pregunto cómo pude entender aquello tan rápido; por otra parte, siempre supe que algún día iba a contar que fue Mima quien me enseñó los números romanos.

A Mima le tocó perder esposo e hijo con solo un mes de diferencia, y fue enterrando, poco a poco, a casi todos los demás viejos del barrio. Murió en enero de 2009 a los 93 años de edad del mismo modo en que vivió: sin quejarse de las cosas verdaderamente trascendentales. Aunque nunca he visto un solo retrato suyo con sonrisa, era una persona divertida y de vez en cuando soltaba alguna malaspalabra anticuada como “el fonil” o “el pico”.

Incluso cuando ganaba 75 pesos me ragalaba 5 los días de mi cumpleaños, se sabía todas las canciones de la era de oro del cine mexicano, y cada vez que se rompía el TV culpaba al fligh back, incluso cuando el TV fue un Panda. Mima conoció a sus tataranietos, cosa que poca gente puede decir.

Hubo anzuelos que nunca mordió.

Icha

Icha, hija de Mima y madre de mi madre, se llamaba Luisa María Machado Rodríguez. Era maestra y se fue temprano, a los 73.

Me enseñó a leer a la fuerza, y a contar con frijoles blancos durante el período especial, a lo segundo nunca aprendí bien. En esos años Icha coleccionaba cajitas de jabones y de productos importados, etiquetas de pantalones y otros cartones que hasta entonces eran muy raros en Cuba.

El día que Icha comía naranjas se comía 10 o 15, con los mangos era igual. Tenía los 20 tomos de la Enciclopedia “El tesoro de la juventud”: siempre me parecieron libros muy viejos, allí leí muchas cosas ciertas y otras no tanto, como las aburridas sesiones de educación formal donde los niños son guanajos y se comportan como verdaderos berracos acéfalos.

En el patio de Icha, azotea de ciudad, recuerdo haber visto en diferentes momentos jicoteas, perros, gatos, chivos, hámsters, curieles, conejos, aves ornamentales, gallinas, ocas, patos, y palomas buchonas.

No le gustaba la leche con chocolate, la malta sí. Cuando iba a La habana caminaba tramos impensables y tenía sicosis con las rejas, los candados y los muebles de la sala. Icha era la única que me preguntaba por las clases y la escuela; la enterraron en Camagüey un día antes de mi graduación.

Abuela Josefa

Murió a finales del año pasado, pero había perdido desde mucho antes la noción de la realidad. Tenía 94 años y miraba silenciosa desde su silla de ruedas, con una mirada azul profunda, como si se le hubiese roto el mecanismo de comunicar lo que pensaba.

Mi abuela paterna se casó con su primo hermano. Nació en alguna cueva de Artenara, Las Palmas de Gran Canaria, y en Cuba vivió en un lugar llamado guinía de Miranda, en Las Villas, y luego en Vertientes, Camagüey.

Cuando regresó a España de visita, ya octogenaria, trajo bombones y queso de chiva como regalos para la familia. El día en que mi padre le presentó a mi madre lo increpó delante de ella, esa no era la rubia de la semana anterior.

El secreto de la cocina de abuela Josefa era simple: mucho y de todo; envenenaba a todo el mundo con grandes dosis de carne y manteca de cerdo mientras dejaba para ella queso, pan y leche de vaca.

Palmas y Cañas era su programa favorito.